Un hombre llamado Flitcraft había salido un día de su oficina inmobiliaria de Tacoma para ir a almozar y nunca había regresado...
- Se fue tal cual - dijo Sam Spade -, igual que cuando desaparece un puño al abrir la mano... Si, eso fue en 1922. En 1927 yo trabajaba para una de las agencias de detectives más importantes de Seattle. Apareció la señora Flitcraft y nos contó que alguien había visto en Spokane a alguien que se parecía mucho a su marido. Y allá que se parecía mucho a su marido. Y allá me fui. Era Flitcraft, sin lugar a dudas...
- Lo que le ocurrió fue lo siguiente. Al ir a almorzar había pasado junto a un edificio de oficinas en construcción...; sólo estaba la estructura. Desde ocho o diez pisos de altura se desprendió una viga o algo así, que cayó en la acera junto a él. Le pasó así, que cayó en la acera junto a él. Le pasó rozando pero sin tocarle, aunque hizo saltar una esquirla de acera que le dio en la mejilla. Sólo le levantó un poco la piel, pero cuando yo le vi seguía teniendo la cicatriz. Se la tocaba con el dedo, si, con cierto cariño, mientras me lo estaba contando. Por supuesto se quedó más perplejo que auténticamente asustado. Le pareció que alguien se había levantado la tapadera de la vida, para dejarle echar un vistazo al mecanismo.
Flitcraft había sido buen ciudadano, buen esposo y buen padre, no por ninguna presión externa, sino sencillamente porque era un hombre que se sentía muy a gusto acoplándose a su entorno. Le habían educado así. La gente que conocía era así. La vida que conocía era clara, ordenada, razonable y responsable. Y la caida de aquella viga le había hecho ver que, fundamentalmente, la vida no era nada de eso. Que él, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen padre de familia podía desaparecer de un plumazo entre su oficina y el restaurante, por la caída de una viga. Sabía que los hombres mueren por casualidades semejantes y que viven gracias a que la suerte les perdona.
Pero lo que les perturbaba, en el fondo, no era aquella injusticia; la aceptó tras el primer momento de asombro. Lo que le impresionó fue descubrir que al ordenar con sensatez sus asuntos se había desacompasado del ritmo de la vida, en vez de acoplarse a él. Me dijo que antes de andar veinte pasos ya se había dado cuenta que no volvería a sentirse en paz hasta que no sintonizara con esa nueva versión de la vida. Cuando terminó el almuerzo ya sabía como hacerlo. Para él, la vida podría terminar al azar cuando cayera una viga; por lo mismo, cambiaría su vida al azar por el sencillo procedimiento de marcharse. Quería a su familia, me dijo, como cualquier persona, pero sabía que les dejaba bien cubiertos y el tipo de amor que les tenía no era como para que su ausencia les resultase dolorosa.
- Aquella tarde se fue a Seattle - dijo Spade - y desde allí cogió un barco para San Francisco. Pasó un par de años dando tumbos y luego regresó al noroeste, hasta asentarse en Spokane y casarse. Su segunda mujer no era como la primera, pero las dos eran más parecidas que diferentes. Ya sabe, de ese tipo de mujer que juega a juegos limpios, como el golf y el bridge y a la que le encantan las recetas de nuevas ensaladas. Él no se arrepentía de lo que había hecho. Le parecía bastante razonable. Yo creo que ni siquiera se había dado cuenta de que había vuelto con toda naturalidad al mismo redil del que se había escapado en Tacoma. Pero eso es precisamente lo que me gusta de la historia. Se había acostumbrado a la caída de las vigas y cuando no volvió a caer ninguna, se acostumbró a que no cayeran.
Introducción de Robert B. Parker
Una mujer en la oscuridad de Dashiell Hammett
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